Las ciudades no suelen nacer planificadas, pero su desarrollo lleva invariablemente a la necesidad de que los ayuntamientos apliquen unas líneas generales de urbanismo y a que procuren el suministro de servicios básicos para atender a la población: desde el ciclo del agua, hasta la energía pasando por el imprescindible transporte.

Los núcleos urbanos modernos han ganado complejidad y obligan a los consistorios a intervenir en el mercado precisamente para garantizar esos servicios y la convivencia. El mercado no siempre se regula con eficacia. Tenemos numerosos ejemplos. En Barcelona, se autorizó la inauguración de 700 súpers abiertos las 24 horas en el plazo de cuatro años.

Dicho así resulta increíble por irracional: ¿cómo pueden haber coincidido tantos empresarios en la misma iniciativa en un territorio tan concreto y acotado?

El fenómeno se puede entender mejor sabiendo que no son 700 emprendedores, sino muchísimos menos, y que el objetivo del negocio no es la tienda de comestibles, sino abastecer al turismo low cost de alcohol y tentempiés a todas horas.

El milagro de las 21 cadenas de macropanaderías que se han implantado en la ciudad también tiene truco: los objetivos que persiguen no son los que anuncian. El 85% de ellas incumplen las ordenanzas municipales y, además de aplicar un convenio laboral ilegítimamente, venden alcohol y comidas preparadas.

Es lógico que la Administración intervenga ahora para poner orden, como ya lo hizo en barrios como Ciutat Vella o zonas como la Rambla; también lo ha hecho en Sant Martí, congelando las licencias de negocios ruidosos o que fomenten grandes concentraciones de gente.

El consistorio de Sant Adrià del Besós ha paralizado las autorizaciones para los súpers non stop, las verdulerías y fruterías –con un crecimiento tan veloz como inexplicable— en algunas calles de la ciudad. Algo parecido ha sucedido en L’Hospitalet y en Santa Coloma.

No es una cuestión ideológica, como demuestra el hecho de que la Badalona gobernada por Xavier García Albiol haya tomado la misma medida en el barrio de Artigues, asaltado por este extraño desarrollismo subcomercial. El consistorio de Olot lo hizo el año pasado: suspendió todas las licencias del Casco Antiguo hasta disponer de un plan de usos, de una planificación capaz de regenerar esos espacios públicos que son las plantas bajas de los edificios, donde la gente se relaciona e interactúa con sus vecinos mientras hace la compra.

Es una respuesta común a un problema común: la proliferación de negocios --destinados a los visitantes-- que aplican la política de tierra quemada. Desplazan a los comercios de proximidad, de esos que llamamos de toda la vida, pero cuando fracasan y han expulsado a los residentes con menos recursos el panorama que dejan es desolador.