Hace unas semanas se anunció por parte del Ayuntamiento de Barcelona un ambicioso plan de reconversión de Montjuïc, con el horizonte puesto en el 2035 y al cual el alcalde Collboni se refirió como el “Nuevo Montjuïc”. 

Dicha reconversión se refiere a un plan integral de transformación para nuestra emblemática montaña, con el objetivo de convertirla en un espacio más  moderno, sostenible y conectado, tanto con la ciudad como con el mar.

Su transformación incluye la renovación de la zona ferial, la remodelación de la Anella Olímpica, la renovación del Morrot, la creación de un nuevo eje peatonal, la rehabilitación del Castillo de Montjuïc y la mejora de la accesibilidad y movilidad en la zona, facilitando entre otras cosas la llegada del público al MNAC, que es ya actualmente uno de sus epicentros.

Todo ello vendrá acompañado de la creación de más de 12.000 nuevas viviendas en la Marina del Prat Vermell, la mitad de las cuales serán protegidas. Y otras 500 viviendas en el espacio situado entre el Paral·lel y la avenida de Rius  i Taulet. 

En definitiva, un más que ambicioso plan que pretende impulsar una mayor integración de Montjuïc en la centralidad urbana, favoreciendo así la promoción cultural, la actividad deportiva, la sostenibilidad económica y la vida vecinal en esta zona. 

A mí, ya desde niño, Montjuïc me ha parecido siempre una montaña extraña. En la actualidad mis visitas a ella son frecuentes, pero siempre a destinos concretos. Ya sea para contemplar una exposición en el MNAC o en la Fundació Miró, asistir a una representación en el Teatre Lliure, disfrutar de un concierto en el Palau Sant Jordi o comer tranquilamente en el Miramar disfrutando de una de las vistas más singulares de nuestra ciudad.

Los destinos siempre merecen la pena, pero cuando circulo por las avenidas arboladas de Montjuïc hacia ellos, vuelve a renacer siempre en mí esa sensación de extrañeza. Y pienso también que no me gustaría encontrarme solo paseando a pie por allí cuando haya  anochecido. 

Creo que esta extrañeza se produce en primer lugar por su actual urbanismo. Todos sus equipamientos están notablemente separados el uno del otro. Y  acostumbrados a la notable densidad urbana de Barcelona, toparse con estas distancias resulta sorprendente. Porque más que estar esparcidos, me parece que los destinos están desvinculados entre ellos. 

Y también se produce por su ubicación. Montjuïc está de facto mucho más pegada a la ciudad que Collserola. Viniendo del centro uno no espera estar como si nada transitando por una montaña. Y menos aún atravesarla y encontrarse de repente el mar.

La extrañeza no es de por sí negativa. Y como todo, incluso se puede positivizar. Pero para conseguirlo ha de estar bien explicada. Y para ello hace falta una narrativa sólidamente construida, como la tienen hoy en día las grandes marcas. 

Muchas ciudades son de por sí grandes marcas. Pero a su vez se construyen a partir de las otras muchas marcas (técnicamente las llamaríamos sub-marcas)  que la conforman. Me refiero a los nombres o marcas con las que identificamos a sus diferentes barrios y distritos.  

En Barcelona tenemos muy buenos ejemplos de ello. Ahí están la Barceloneta, l’Eixample, Gràcia o el Poblenou. Nombres con un pasado histórico y creados en una época en la que no se tenía tanta conciencia de la importancia de las marcas. Pero en realidad todos estos nombres actúan hoy ya como tal.  

De una etapa algo más moderna provienen otros nombres, creados ahora ya sí con la intención de ser claramente una marca. Nos podemos referir aquí al Tibidabo, al 22@ o al Port Vell, la cual tuvimos el privilegio de crear en nuestra agencia. 

Ya sean nombres o marcas, algunos han sabido aprovechar la enorme fuerza de los medios audiovisuales para ganar notoriedad y significación. Poblenou, por  ejemplo, se sirvió de una serie televisiva de gran éxito para entrar en la conciencia de la gente y adquirir una relevancia que nunca antes había tenido. 

De modo parecido a lo que sucedió con Melrose Place en Los Ángeles o, más recientemente, con Notting Hill en Londres. Y si alguien sigue dudando del  potencial de estos medios, basta con preguntarle a los vecinos de Torre Baró tras estrenarse la galardonada película “El 47”

Volviendo a la transformación de Montjuïc, está claro que su éxito dependerá en  gran medida de la calidad urbanística con que esta se lleve a cabo, siendo recomendable usar para ello el máximo sentido común y teniendo muy en cuenta cómo a la ciudadanía le gusta disfrutar de la ciudad en su día a día.

Hacer un buen urbanismo nunca es tarea fácil, y esperamos que no suceda nada parecido al fallido proyecto inicial de la elevada Plaça de Les Glòries, sometido desde hace tiempo a una lenta y profunda reconstrucción.  

Pero creo también que otra buena parte del éxito dependerá de concebir Montjuïc como una marca. Construyendo en torno a ella un relato verdaderamente integrador y que dé pleno sentido a la montaña como destino.  

Una buena marca ha de estar dotada de un porqué. Y cuando hablamos de la  marca de un destino, esta debe ser, ante todo, la promesa veraz de una experiencia atractiva. Cuando un ciudadano se adentre en el “Nuevo Montjuïc” debe saber de antemano qué se encontrará y qué vivencias puede tener en él. De una manera holística y armonizada. Sin sobresaltos y sin resultar extraña. 

No se trata de cambiarle el nombre a Montjuïc. Ello ni es necesario ni conveniente. Pero lo que sí que se merece la futura montaña de Montjuïc es ser adjetivada. Como se hizo con el Port Vell (donde el “Vell” anuncia su enclave y autenticidad), con el distrito 22@ (donde el @ anuncia la naturaleza tecnológica de sus empresas) o con “la muntanya mágica” para el Tibidabo (donde lo mágico anuncia un destino plagado de atracciones entrañables y unas vistas inigualables de nuestra ciudad). 

Montjuïc ya fue durante todo un verano, el de 1992, la “muntanya olímpica”. Y  por aquel entonces rebosó de esplendor. En ese momento era fácil adjetivarla. Ahora se me antoja algo bastante más difícil.  

Pero alzando la vista para poder “ver bien” todo el conjunto, entendiendo su sentido global, pensando bien cuáles son sus atributos diferenciales, comprendiendo lo que la ciudadanía espera y desea encontrar en ella, y sobre todo, definiendo bien cuál será su propuesta de valor y su rol en nuestra ciudad, se puede hacer un muy buen ejercicio de branding para nuestra querida montaña. 

Y quién sabe. Quizás algún día aparezca también algún cineasta deseoso de rodar una buena película o serie televisiva ambientada en ella.